Viajar para huir de lo cotidiano como si el día a día fuera penoso. Huir para cambiar sin cambiar, y luego volver a lo de todos los días. Sorber del exterior para recordarnos que nuestro interior es vano.
Consumir el tiempo de otros para llenar nuestra agonía. Boquear esperanzas de aliento ajeno para iluminar nuestra oscuridad. Asomar por encima de las nubes para luego hundirse de nuevo en la espesura.

Negro, oscuro casi vacío, tiempo detenido en el fondo del pozo seco. Falso brillo que cubre la realidad del vacío y que deslumbra al que se asoma. Nauseas sartrianas y pozos onetianos se agolpan entre los huesos del cráneo con eco en el interior.
El tiempo acompaña el lamento, que bruscamente termina con la cotidianidad de lo habitual, es la hora de la cena, el estómago manda y al comenzar con la comida el oscuro se ilumina y el pozo llena su fondo de líquido cristalino.

Cerebro despierta y agradece lo que estás recibiendo, olvida la agonía que ya llega la energía.

¡Qué mala es la hipoglucemia!

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