Cuando el médico enferma


cerebro

Paseaba por la fría calle arrastrado como siempre por el perro, siguiendo rastros, atesorando esquinas con mensajes ocultos que solo él es capaz de interpretar con su fino olfato, cazador de morro largo el cocker no pasea, busca ansioso con la nariz pegada al suelo los guasap que le dejó la perrita del portal de al lado. Insinuante se pasea delante de él que lleva tres días sin comer asomado a la ventana para verla llegar. Tristes aullidos de amor sin recompensa.

En esto estábamos cuando me cayó en la cabeza un piano que izaban unos imaginarios transportistas, mi cabeza retumbaba como si a cada rato le cayera otra pieza hasta completar la orquesta entera, lo peor fue cuando cayó el trombón de varas, que de costado me golpeó la sien, o la tuba por su volumen, resonaban en mi cabeza que rápidamente se congeló. Un frío mortal me atravesó de arriba abajo como si de un rayo azul se tratara, rechinar de dientes y tiritona me hicieron acelerar el paso de vuelta a casa, mi amigo y compañero me miró y al ver la parca detrás de mi entendió que era urgente volver muy a su pesar y encaminó raudo el rastro de su sillón favorito.

Llegado a casa tengo la sensación de que los dientes se han triturado de tanto castañetear, pálido y aterido, lejos de quitarme el abrigo cojo una manta y luego otra para conseguir recuperar el aliento, los hielos del ártico han renacido en mi haciendo que sea un chiste eso del calentamiento global. Exagerado, abuelo, cuentista son palabras que tengo que oír de mis seres queridos que no aciertan a entender la gravedad del proceso.

Poco a poco el color va volviendo a mi, todavía resuenan las teclas de marfil en mi cerebro y los pistones de la trompeta que chuflan con estruendo. Alguien monstruoso que no adivino a ver porque lo tengo detrás saliendo del sillón, me ha cogido por el cuello y con sus pulgares aprieta mi cerviz, atravesando el cerebro hasta llegar a la cuenca de los ojos y presionándolos hacia afuera como si fueran a salir de su órbita. Piernas y brazos y empiezan a doler probablemente por el abrazo asfixiante, constante y persistente de algún fantasma del averno. Convulsos estornudos disuelven el cerebro que empieza a salir sin contención desbordando la nariz y los ojos, la respiración acelerada hace que el babeo contribuya a esa perdida de materia gris que disuelve mi preciado órgano.

Es el fin, las imágenes de mi entorno se van borrando, desvaneciendo en una bruma tenue, las voces de los que me rodean se empiezan a hacer distantes y entrecortadas. Quisiera despedirme, vienen a mi imágenes de mi infancia, mi vida pasa ante mis ojos y aparecen imágenes aberrantes de errores y cosas sin hacer, besos que no di, abrazos que me guardé y las siempre escasas veces que les dije que les quería. Desaparezco, me desvanezco, no tengo aliento para decir adiós…

¡¡¡Anda tómate un paracetamol, que vaya gripazo has pillado!!!

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